Por: Karim González
En una reciente entrevista con el periódico La Jornada, el Presidente Andrés Manuel López Obrador declaró, “Si por mí fuera, yo desaparecería al Ejército y lo convertiría en Guardia Nacional, declararía que México es un país pacifista que no necesita Ejército y que la defensa de la nación, en el caso de que fuese necesaria, la haríamos todos.”
Independientemente de las motivaciones políticas detrás de la iniciativa de la Guardia Nacional, la intención de desaparecer al Ejército tiene repercusiones apolíticas para la seguridad nacional y defensa del país que deben ser consideradas antes de perseguirse. A pesar de que, durante la citada entrevista, el Presidente admitió que hay resistencias que le impiden abolir la institución del Ejército, lo relevante es que la intención existe y el Presidente, en sus propias palabras, reconoce la creación de la Guardia Nacional como un primer paso hacia dicho objetivo final.
El propósito de este artículo es ofrecerles una perspectiva y análisis objetivo de las repercusiones que implicaría la desaparición del Ejército Mexicano, así como retar el argumento principal que actualmente está guiando este tipo de pensamiento y propuestas. Es mi esperanza que esta información, aunque breve y limitada, sirva como un compás inicial que guíe e ilumine el pensamiento y las decisiones con respecto a la doctrina de defensa del país.
Desafortunadamente, el fantasma de la historia de México aún ronda los círculos políticos e intelectuales del país y convierte en tabú toda discusión sobre temas militares y de estrategia militar, sin darse cuenta que, al hacerlo, se está dejando al destino el mismo mal que se trata de evitar.

¿Pa’ qué necesitamos un ejército si queremos paz?
El argumento a tratar es el comentario que busca declarar a México como un país pacifista que, por lo tanto, no necesita ejército. Existe un problema fundamental con este argumento, el cual surge de una lógica lineal y no de la lógica paradójica que rige a la estrategia, y, por lo tanto, a los conflictos armados en los que México se pueda ver involucrado. De ahí la necesidad y el valor de analizar el tema desde una perspectiva de estrategia militar.
El problema del argumento en cuestión es que éste presupone que un país con ejército no puede ser pacifista, o, puesto de otra manera, que un país sin ejército fomenta, promueve y es más conducente a un estado de paz que un país con ejército. Ambos supuestos son falacias y, para el final de este artículo, espero haber logrado persuadirlos de lo contrario.
En primer lugar, un país con ejército no es equivalente a un país agresivo, hostil, ofensivo o incapaz de ser pacifista. De los diez países que ocupan los principales lugares del Índice de Paz Global 20192, (http://visionofhumanity.org/app/uploads/2019/07/GPI-2019web.pdf), nueve cuentan con ejércitos propios y una larga historia bélica. Islandia es el único de los diez países que no cuenta con un ejército propio; sin embargo, y para evitar crear correlaciones prematuras, el caso de Islandia y el de otros países que han decidido abolir sus ejércitos serán analizados más adelante.
En la lista anterior, llama la atención el caso de Japón, quien ocupa el lugar número nueve entre las naciones más pacíficas del mundo al mismo tiempo que, de acuerdo al Ranking de Poder Militar 2019 (https://www.globalfirepower.com/countries-listing.asp), Japón cuenta con el sexto ejército más poderoso del mundo. Del otro extremo del índice, se observa un patrón similar. Irak, el quinto país menos pacífico del mundo ocupa el lugar 53 en el Ranking de Poder Militar 2019, Yemen el lugar 73, Sudán del Sur el lugar 113, Siria el lugar 50 y Afganistán, el país menos pacífico del mundo, el lugar 74. Para los curiosos, el Ejército Mexicano ocupa el lugar 34.
Lo que este patrón demuestra, es que el pacifismo de una nación no tiene correlación directa con la existencia o el poder de su ejército. La existencia o el poder de un ejército nacional no predice los niveles de paz de un país, por lo que es erróneo asumir que mientras exista o más poderoso sea un ejército nacional, más belicoso o violento será el país; y, por el contrario, que mientras no exista o menos poderoso sea un ejército nacional, más pacífico será el país.

Si la existencia o el poder de un ejército no determina el nivel de paz de un país, ¿qué lo determina?
Son distintos factores, de los cuales, uno de los más significativos es la política exterior y diplomática del país. Una de las características principales es la política exterior de no intervención, es decir, el compromiso de evitar guerras y no ser el agresor en conflictos armados contra otra nación. En México, esta política es implementada a través de la Doctrina Estrada.
¿Pa’ qué necesitamos ejército si no nos vamos a pelear con nadie?
La cuestión no debería ser si se tiene o no ejército, el verdadero debate debería ser sobre cómo utilizar al Ejército. Comúnmente se argumenta que si México, por su Doctrina Estrada, no es un país intervencionista, entonces no necesitamos ejército porque no tenemos enemigos contra quienes usarlo.
El problema con ese argumento es que está basado en un entendimiento erróneo del rol y función principal de un ejército nacional y del fenómeno de la guerra, así como una malinterpretación de lo que significa ser pacifista y sus repercusiones.
Hay que entender que la misión primordial de un ejército es la defensa, no la ofensiva. Hay una razón por la cual el Ejército es parte de una Secretaría de la Defensa, y no de la Ofensiva, Nacional. Si bien es cierto que, en un conflicto armado, la defensa puede involucrar ofensivas, o que, ante una potencial amenaza, la mejor defensa pueda implicar la orquestación de una ofensiva preventiva, el verdadero factor determinante y relevante es la dinámica que se genera entre un agresor y el defensor.
Lo que esta dinámica refleja es que es posible ser un país no agresivo sin que eso necesariamente signifique que es pacífico. No son términos intercambiables. México mismo es el mejor ejemplo de este fenómeno. Desde la creación del Ejército Mexicano en 1913, México nunca ha sido el agresor en ninguno de los conflictos armados en que ha participado. Inclusive, la participación del Escuadrón 201 en el teatro del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, fue resultado de una declaración del estado de guerra – es decir, “estamos en guerra” – y no una declaración de guerra – es decir, “iniciemos la guerra” – por parte del gobierno mexicano.
Sin embargo, y a pesar de la historia de no agresión de México, es imposible argumentar que México es un país pacífico. Con una larga lista de guerras civiles y expedicionarias, intervenciones, revoluciones, golpes de estado, delincuencia y narcotráfico, México ocupa hoy en día el lugar 140 de 163 entre los países más pacíficos del mundo.

 

¿Pa’ qué sirve ser pacifista entonces?
Si bien es claro que México no es un país pacífico, ¿qué hay de la intención de ser pacifista? Definido como ‘persona que cree que la guerra y la violencia son injustificables’, el perseguir una agenda pacifista refleja la desafortunada pero irrefutable diferencia entre la intención de paz y la realidad de la guerra.
Si México, a través de la Doctrina Estrada y la retórica pacifista, trata activamente de evitar la guerra y la violencia, ¿cómo es que terminamos casi hasta abajo de la lista de los países más pacíficos del mundo? La respuesta está en el primer supuesto de la teoría general de la guerra: a pesar de cualquier esfuerzo por prevenirla, siempre puede haber guerra.
Es por ello que es tan importante entender la dinámica de agresor-defensor antes expuesta. Ni la paz ni la guerra existen aislada ni unilateralmente. Ni las mejores intenciones y acciones de un país por ser pacifista pueden garantizar que lo será. La guerra es un fenómeno multilateral en el que basta que una de las partes decida romper la paz para que la otra parte se vea arrastrada hacia una guerra que tal vez nunca deseó ni buscó. El que no nos metamos con nadie no garantiza que nadie se va a meter con nosotros.
Esta es exactamente la razón por la que existen ejércitos nacionales, inclusive, y, sobre todo, en tiempos de paz. Existen no porque se busque la guerra, sino porque cualquier estratega competente sabe que siempre existe una posibilidad de conflicto, cuyo control no está unilateralmente en las manos del país que busca ser pacifista, y que por muy baja que sea la probabilidad de que suceda, como dice el dicho, es mejor prevenir que lamentar. Ante la siempre existente posibilidad de un conflicto, pensemos en el Ejército como una póliza de seguro: es mejor tenerlo y no necesitarlo, que necesitarlo y no tenerlo.
A pesar de esta realidad, es común escuchar argumentos que buscan darle la vuelta al problema. Por un lado, se argumenta que, si bien es cierto que, ante una amenaza bélica, es necesario tener un ejército (¡no a la población civil!) que defienda la nación, ¿cuál es la necesidad de tenerlo si México no enfrenta ninguna amenaza bélica actualmente?
Por la misma razón que se contrata una póliza de seguro, porque nunca sabemos en qué momento un “accidente” nos va a agarrar por sorpresa. Los errores más peligrosos que se pueden cometer en la estrategia militar y la política exterior que la guía, es asumir que todo está o estará bajo control, y que todo saldrá de acuerdo al plan.
La historia militar nos da suficientes ejemplos. A principios del siglo XX, los países europeos tenían total confianza de que un conflicto armado en el continente era imposible debido a la estrecha interconectividad económica que había entre los países. Unos años más tarde, estalla la Primera Guerra Mundial. Y no nos vayamos tan lejos, a principios del mismo siglo XX, México estaba experimentando el que ha sido, probablemente, el periodo más próspero y de desarrollo de su historia bajo Porfirio Díaz. Unos años después, estalla la guerra más sangrienta de nuestra historia, la Revolución Mexicana. Para 1938, el Primer Ministro del Reino Unido, Neville Chamberlain, firma el Acuerdo de Múnich con Adolfo Hitler y da su famoso discurso de “Paz para nuestro tiempo”, en el que asevera que la paz en Europa está asegurada. Al año siguiente, estalla la Segunda Guerra Mundial.
El conflicto armado puede ser tan volátil que, en 1958, bastó que unos barcos pesqueros mexicanos cruzaran aguas territoriales de Guatemala para que la Fuerza Aérea Guatemalteca, tras varias advertencias, finalmente decidiera abrir fuego contra los “piratas”, dejando un saldo de tres pescadores mexicanos muertos y catorce heridos. En cuestión de semanas, cesaron las relaciones diplomáticas entre Guatemala y México, ambos países activaron una alerta militar y movilizaron sus ejércitos a 15 km de la frontera. A pesar de que el conflicto encontró una resolución diplomática, es un claro ejemplo de cómo una amenaza puede surgir literalmente de la noche a la mañana y desde donde menos se espera.
“Bueno, pero ya hoy en día existen armas nucleares que mantienen la paz global”, dirán algunos. Hasta cierto punto, pero eso no detuvo a Rusia de retar a la OTAN e invadir Ucrania en 2014 y elevar las tensiones en Europa Oriental a niveles no vistos desde la Guerra Fría. Sin mencionar que México no está ni remotamente cerca de tener armas nucleares como para explotar y confiar su defensa a los beneficios de la disuasión nuclear.
La lección es simple. Así como ninguna empresa de seguros va a dar cobertura a un accidente si la póliza se contrata después del accidente; ningún ejército va a defender al país si se recluta, activa o moderniza después de iniciada la guerra. Para ese entonces, ya es demasiado tarde.
Es perfectamente entendible el resistir este tipo de medidas preventivas de largo plazo cuando hay tantos problemas que vive el país al día de hoy. Parece difícil justificar la existencia, mantenimiento e incluso mejoramiento de un ejército que no enfrenta amenazas inmediatas cuando tenemos, entre muchos otros problemas, índices de desigualdad alarmantes, servicios públicos y de salud deficientes, y una crisis de seguridad y violencia que rivaliza la de países que sí están en guerra.
Sin embargo, es esta misma falta de gran estrategia y planeación a largo plazo la que frena al país cada sexenio y no le permite generar la inercia y continuidad necesarias para un progreso significativo. Lo que hay que entender es que, a diferencia de las políticas sociales o económicas de cada partido político que asume el poder cada sexenio, las políticas de defensa deben ser universales, sujetas y adecuadas a la realidad del conflicto, no a opiniones subjetivas, ni mucho menos, a agendas políticas. El riesgo de jugar con la doctrina de defensa del país en el nombre de atender los problemas más inmediatos, es que, de fallar la apuesta, no quedará nada por atender.

¿Pa’ qué sirven entonces los tratados internacionales, tratados de control de armas, y la ONU?
Para mucho. Es gracias a tratados de paz, de armas y acuerdos internacionales, así como a la ONU, que, hasta cierto punto, las relaciones internacionales y el statu quo internacional se mantiene relativamente estable y en cierto grado de balance. Sin embargo, el problema, y potencial riesgo del que sufren los tratados, acuerdos, y la ONU, es que todos estos dependen, en gran medida, de la cooperación y buena voluntad de quienes participan en ellos.
A pesar de que existan términos, condiciones y cláusulas que busquen contener y prevenir la violación de algún tratado o acuerdo, la realidad de las relaciones y la diplomacia internacionales fue descrita con toda precisión por Tucídides en el “Diálogo de los Melios” hace casi ya 2,500 años: los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que deben.
Históricamente, ha sido el poder militar el que ha permitido a países violar, o simplemente ignorar, la diplomacia de los tratados y acuerdos que supuestamente deberían contener ese poder. ¿Es justo? No necesariamente. Pero de nuevo, en palabras de Tucídides, quien puede recurrir a la violencia no tiene necesidad de recurrir a la justicia.
No obstante, hay un tipo de tratados que vale la pena mencionar por su alto nivel de efectividad en perseguir sus objetivos: las alianzas militares y los tratados de defensa mutua o colectiva. Desde la Liga del Peloponeso, las Cruzadas y las Siete Coaliciones, hasta el Eje, el Pacto de Varsovia y la OTAN, las alianzas militares han sido históricamente una de las herramientas diplomáticas más efectivas por la simple y sencilla razón de que cuentan con los medios – principalmente a través de su poder militar – para disuadir, coercer y persuadir a sus rivales, e incluso, a sus mismos miembros.
Retomando lo mencionado al inicio de este artículo, ésta es precisamente la razón por la cual países como Islandia o Costa Rica pueden abolir sus ejércitos nacionales y aun así sobrevivir en el escenario internacional.
Islandia es miembro de la OTAN, la alianza militar más poderosa de la historia. Bajo los estatutos de “Defensa Colectiva” del Artículo V de la OTAN, el ataque a uno de sus miembros representa un ataque a todos sus miembros. Hasta 2006, Estados Unidos mantuvo en la isla a la Fuerza de Defensa Islandesa, un comando militar asignado por la OTAN para defender Islandia. Visto así, no resulta tan problemático abolir al ejército nacional cuando se tiene a la marina y fuerza aérea más poderosas del mundo protegiendo todo el territorio nacional.
Costa Rica es un caso similar, aunque con otros matices. Tras la abolición de su ejército nacional en 1948, Costa Rica ha sido alabada por activistas pacifistas como un modelo a seguir para otras naciones. Sin embargo, hay que tomar en cuenta que Costa Rica es miembro del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, un pacto interamericano de defensa mutua firmada en septiembre de 1947 y del que Estados Unidos también es miembro. Costa Rica fue uno de los signatarios originales en 1947, por lo que, ¿será coincidencia que una vez firmado el tratado de defensa mutua, el gobierno costarricense decidió abolir el ejército nacional al año siguiente?
Si escavamos un poco más profundo, encontramos que, a pesar de llevar más de 70 años sin un ejército nacional, Costa Rica sí cuenta con Fuerzas Especiales estrictamente militares que además resultan estar entre las mejores de América con base en los ejercicios militares y juegos de guerra que regularmente se hacen con otros países americanos.
En referencia a dicha Unidad Especial de Intervención (UEI) costarricense, el Jefe de Operaciones comentó que “El grupo es tan selecto que cada agente recibe capacitación en diferentes áreas para no dejar nada al azar ante una eventualidad que se pueda presentar en el país.” (http://www.diarioextra.com/Noticia/detalle/267369/agentes-de-la-uei-entre-los-mejores-de-america)
Y vaya que ha habido una eventualidad. En 2010, tropas nicaragüenses invadieron Isla Calero, un territorio en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua cuya disputa sigue siendo debatida hasta el día de hoy en la Corte de Justicia de La Haya.
A pesar de buscar una resolución diplomática a la invasión nicaragüense con base en las mejores intenciones por ser un estandarte pacifista, Costa Rica entiende que a la hora de las “eventualidades”, no se trata de si se es pacifista, se trata de si se es capaz de defenderse de los no pacifistas. Por lo que, ante la petición de algunos partidos políticos pacifistas costarricenses por abolir la UEI, el director de la unidad comentó que la controversia existe porque muchos no se dan cuenta del trabajo y la importancia de la UEI, es decir, el trabajo y la importancia de contrarrestar el aventurismo nicaragüense.
Desafortunadamente, México no goza de la misma protección de defensa mutua o colectiva de la que gozan Islandia o Costa Rica. Tras la decisión del ex-presidente Vicente Fox de retirar a México del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca en 2002, México ha quedado, hasta el día de hoy, sin ningún tratado de defensa internacional. En otras palabras, tenemos que ver por nuestra propia defensa.
“’Pero, ¿y qué hay de EEUU?”, se preguntarán algunos, “¿no nos defenderían en caso de un conflicto armado?” Sí y no. Si bien es cierto que México es geoestratégicamente crucial para la seguridad nacional de EEUU, una asistencia militar por parte de las fuerzas armadas estadounidenses sólo podría esperarse si la eventualidad amenazara directa o indirectamente la seguridad nacional de EEUU. Y esto asumiendo que, a falta de tratados de defensa con EEUU, se logren navegar los complejos procesos legales sobre la presencia de tropas extranjeras en el país.
La buena noticia es que, a pesar de la ausencia de un tratado de defensa mutuo, las fuerzas armadas de México y EEUU sí colaboran constantemente en ejercicios militares, juegos de guerra y operaciones conjuntas, lo que permite que haya un alto nivel de interoperabilidad entre ambos ejércitos. La mala noticia es que, sin un Ejército Mexicano y sin un tratado de defensa mutuo que regule el proceso de asistencia militar, ¿cómo protegería México su soberanía nacional?
¡Ah! Y como dato curioso para los que les preocupa el tema de un ataque nuclear contra México en caso de otra guerra mundial, el rango del escudo de anti-misiles balísticos estadounidense (GMD), aunque medianamente efectivo, sí cubre la totalidad del territorio mexicano.

¿Pos y entonces, qué hacemos?
El mayor problema de una retórica y política pacifista, es que ésta esconde en sí misma la fuente de su propia ineficiencia. El principal efecto que un ejército nacional busca generar tanto al interior como al exterior es el efecto de disuasión. Definida como ‘la acción o el proceso de desalentar una acción o evento a través de la inculcación de duda o miedo de las consecuencias’, lo que la disuasión busca, en términos coloquiales y muy mexicanos, es que no te portes mal, causes problemas o hagas algo indebido por duda y miedo del “chancletazo” que te espera si lo haces.
La disuasión es el factor resultante de la multiplicación de la fuerza percibida (lo duro o fuerte de la “chancla”) por la voluntad percibida de usar esa fuerza (la probabilidad de que sí se use la “chancla”). En otras palabras, la disuasión sólo funciona si existe suficiente credibilidad de que la consecuencia (el “chancletazo”) se va a cumplir. Aunque las madres mexicanas tienen toda la credibilidad necesaria porque nunca les tiembla la mano para soltar el “chancletazo”, los países que se presentan a sí mismos como implacablemente pacifistas no gozan de la misma credibilidad y, por lo tanto, no pueden esperar que sus fuerzas armadas consigan la disuasión deseada.
Es difícil que los potenciales rivales o enemigos de nuestro país tengan duda o miedo de las consecuencias de sus actos si constantemente México está predicándose como un país pacifista que rechaza la guerra y la violencia a toda costa. Cualquier consecuencia con que México amenace pierde su credibilidad, y, por tanto, su capacidad de disuadir y evitar un conflicto. Esto no significa que haya que adoptar entonces una postura hostil o agresiva. La solución al dilema es presentarse y predicarse abiertamente como un país dedicado y comprometido a la paz pero que está listo y dispuesto a pelear si es atacado.
Evidentemente, esta postura balanceada e ideal no es viable ni creíble si México no tiene un ejército listo y dispuesto a pelear. Es más, el no tener ejército, más allá de promover o conducir a un estado de paz en México, de hecho, incita a que seamos agredidos. ¿Por qué la Alemania Nazi se aseguró de tener un tratado de no agresión con la Unión Soviética antes de invadir Polonia? Porque es preferible pelearse primero contra el debilucho indefenso que contra el grandulón. La debilidad invita la agresión; la fortaleza la disuade.
Para ejemplificar, una de las razones principales del por qué los últimos 70 años han sido una de las épocas más pacíficas y estables de la historia de la humanidad es porque la tecnología militar y armamentística contemporáneas han alcanzado niveles de destrucción inaceptables. Hoy en día, el costo en vidas y recursos de una guerra total difícilmente podría justificar cualquier objetivo político o económico que se desee perseguir. Si la guerra contemporánea no fuese tan destructiva, habría mayor incentivo para llevarla a cabo. Una vez más, la capacidad de destrucción – es decir, la fortaleza – es la que disuade, no la debilidad que crean los desarmamientos, la disolución de un ejército, o una actitud implacablemente pacifista.
Esta es una de las paradojas fundamentales de la estrategia militar y que no se está utilizando para informar las decisiones de defensa del país. El estar listo y dispuesto a pelear es una condición necesaria para la paz. Un ejército se prepara para la guerra no porque busque o desee la guerra, sino porque mientras más preparado esté para pelearla, menores son las probabilidades de que tenga que pelearla.
Ta’ bueno pues
Es fácil y entendible calificar los argumentos y puntos de vista de este artículo como belicistas o instigadores. Si ese es su sentir, los invito a releer el párrafo anterior. Entendamos que el asumir que puede haber guerra no es un deseo por la guerra. El estudiar o prepararse para pelear una guerra no es una abogacía por la guerra de la misma manera que el estudiar o prepararse para combatir el cáncer no es visto como una abogacía por la enfermedad. El hecho de que la guerra sea brutal, inhumana y cruel no significa que aquellos que la estudian, la discuten o se preparan para ella también lo sean. Al contrario, como se ha expuesto, son aquellos que están mejor preparados para la guerra los que usualmente no necesitan pelearla, por lo que espero que la necesidad de mantener, e incluso modernizar, nuestro Ejército, sea ahora evidente.
Entiendo que tal vez ésta no es la conclusión que nos gustaría leer y que puede ser difícil aceptar las verdaderas dinámicas y realidades del conflicto. La guerra es, sin duda, el fenómeno social más extremo y polarizador de la humanidad. La guerra saca tanto lo peor como lo mejor que hay en la naturaleza humana. Así como somos capaces de infligir enorme destrucción y sufrimiento, también somos capaces de una enorme compasión y empatía, las cuales, en estos tiempos de relativa paz y prosperidad en que vive la humanidad en general, nos tratan de convencer de que la pluma puede ser más fuerte que la espada y de que debe haber una mejor manera de hacer las cosas y resolver los conflictos y diferencias.
Y eso es justamente a lo que estrategas militares como yo dedicamos nuestras vidas. Estudiamos la guerra no por desearla o buscarla, sino porque mientras mejor la comprendamos, mejor podremos evitarla y más pronto podremos finalizarla o mitigarla. Sin embargo, las dinámicas del conflicto, algunas de las cuales han sido expuestas en este artículo, son extremadamente complejas y riesgosas de navegar, sin mencionar que se han arraigado en nuestra civilización desde sus orígenes. Mientras la naturaleza del conflicto no cambie, éstas son las reglas del juego; y, desafortunadamente, no porque no nos gusten las reglas del juego, el juego va a cambiar.
Mientras más pronto aceptemos la realidad y trabajemos activamente por colocar a nuestras fuerzas armadas y nuestra política exterior en la mejor posición posible para enfrentar cualquier amenaza a nuestra soberanía, mejor estaremos protegiendo el país al que pertenecemos y la gente a la que amamos.
“Bueno, pero, ¿y qué la Guardia Nacional no puede substituir al Ejército?”, será tal vez la primera pregunta y solución al dilema que les venga a muchos a la mente tras leer este artículo. Es una gran pregunta cuya respuesta será el material para el siguiente artículo…
Karim González es Licenciado en Historia por la Universidad de Maryland, Estados Unidos, graduado con honores Summa Cum Laude, y Maestro en Estudios de Guerra por King’s College London, Londres, Reino Unido, graduado con Distinción. Es catedrático de la Universidad Anáhuac México, Investigador Externo del Instituto de Investigaciones Estratégicas de la Armada de México y Secretario de la Asociación Mexicana de Estudios Históricos y Militares
E-mail: akgonzalez04@gmail.com – Twitter: @karimgl4